Hassan
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La
primera vez que lo vi estaba sentado sobre una maleta mugrienta, dos cervezas a
medio empezar lo flanqueaban, una a cada lado, como centinelas de su dueño.
Se
encontraba justo al lado de un pequeño supermercado de barrio regentado por
pakistaníes como tantos hay en ese
barrio bohemio y decadente que es el Raval. Su mirada vidriosa y perdida sólo
enfocaba a aquellas personas que ya lo conocían o aquellas que pasaban los
suficientemente cerca para que él, sin tener que levantarse, les pudiera pedir
un cigarro o un euro para mas vino o cerveza.
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Esta
descripción, ya de por sí, era suficiente para llamar la atención de cualquier
transeúnte normal, pero lo que más llamaba la atención de los que lo veian por
primera vez (incluido yo) era su corta estatura, pues era enano.
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Mediría
menos de un metro diez de estatura , además era de
etnia norteafricana, es decir, saharaui, marroquí o argelino.
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Los
primeros días de mi periplo por las calles constaté que siempre estaba en el
mismo lugar, con sus dos cervezas, no haciendo otra cosa que beber y beber,
como un espectador viendo pasar la vida delante suyo.
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Tuvieron
que pasar algunas semanas antes de poder conocerlo en persona, pues por alguna
extraña razón, aquel hombre, pese a su corta estatura, me intimidaba, no en un
sentido físico sino mas bien en un sentido de actitud hacia la vida.
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Parecía
un hombre ya muy curtido por los años en la calle, y yo, que llevaba apenas
unas semanas “callejeando” era como un novato.
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Pero
he aquí que gracias a otro hombre de la calle, el cual compartiendo unos porros
nos habíamos hecho medio colegas, nos presentó un día que el enano se
encontraba menos borracho y un poco más simpático.
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Al
principio se mostró algo receloso conmigo, pues aún con ir con todas las buenas
intenciones del mundo, él ya no se fiaba de nadie.
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Tantos
años en la calle lo vuelven a uno perro viejo, y un perro viejo sabe que en la
calle no te puedes fiar de nadie. Almenos al principio.
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Se
llamaba Hassan, y según me contó llevaba 24 años en Barcelona, y concretamente
en el Raval. Había venido de Orán, y a
saber lo que habría tenido que hacer para acabar en un lugar como este.
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Pese
a llevar tantos años por aquí, aún le costaba bastante hablar en español.
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Por
lo que vi, nunca se había molestado mucho en aprender el idioma, ya había
llegado alcohólico a este país.
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Es
decir, que llevaba 23 años bebiendo y emborrachándose hasta caerse. Siempre
sentado en el mismo sitio, siempre en la rambla del raval.
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Me
contó que no caminaba mucho, pues hacia unos años, en una de sus borracheras se
había olvidado de mirar hacia los lados al cruzar la calle y un coche se lo
había llevado puesto.
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Cojeaba
de una pierna y caminar le suponía un esfuerzo considerable, por lo que
prefería mantenerse cerca del súper, y así poder beber siempre que quisiese.
Además al llevar tantos años en el barrio, ya casi todo el mundo lo conocía, y
siempre había alguien dispuesto a darle un euro para vino y algún cigarro
suelto.
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He
de reconocer que enseguida me cayó bien, pues pese a su hándicap y su
alcoholismo, era un hombre de buen corazón y generoso con lo poco que tenía.
Pasaron las semanas y de verlo todos los días al pasar
por la rambla al final acabé apreciándolo.
He de decir que cada dia lo veía peor, pues yo le
conocí cuando ya llevaba muchos años de matarse el hígado poco a poco y en los
últimos meses, cada día estaba peor, se le notaba en los ojos y en la cara, que
es donde más se nota cuando uno no está bien de salud.
Un día, estando sentados en un banco con un amigo
joven, nos contó que llevaba 4 años y medio sin salir da la rambla, sin salir
del barrio, es decir llevaba 4 años sin ver el mar.
Así que al día siguiente juntamos dinero entre muchos
amigos jóvenes del barrio y le compramos una silla de ruedas para que dejase de
sentarse sobre esa maleta sucia y pudiésemos llevarle hasta el puerto para que
contemplase aunque fuese, otro paisaje y no siempre la misma decadencia del
barrio.
Hablamos con una gente muy maja de una fundación que
ayuda a las personas discapacitadas y adictas como el y lo llevamos a que se
diese una buena ducha y se afeitase (no se cuanto llevaba sin ducharse, pero he
de asegurar, por su olor, que mucho , mucho
tiempo ).
Al salir parecía otro, o por lo menos lo vimos con
bastante más vitalidad que todo el tiempo que nos habíamos conocido antes.
Lo llevamos al mar y en su español rudimentario nos lo
agradeció de corazón y lloró un rato viendo la puesta de sol, con un cartón de
vino en la mano.
Nosotros lo dejamos un rato con sus pensamientos y nos
apartamos un poco, pues no queríamos estropear ese momento de reflexión suyo.
Después lo trajimos de vuelta a la rambla.
Y ahí sigue, cada dia más consumido.
Sé que con él es ya una batalla perdida, que nunca lo
vamos a quitar de el alcoholismo, pues el no quiere, y si no quiere es
imposible obligarle a dejar de beber.
Sólo sé que el mero hecho de haberle ayudado aunque
fuese una sola vez, de haberle escuchado cuando lo necesitaba me ha convertido
en su amigo por lo que le quede de vida, y a mi, en mi caso me siento un poco
mejor, pues haber dado aunque fuese una pequeña satisfacción a una persona que
la gente normal considera invisible, hace que me sienta un poquito más buena
gente.
Sé que un día, dentro de no mucho ya no estará más.
Habrá sucumbido como tantos otros a su enfermedad, y dejara un hueco vacío en
ese sórdido lugar que es la rambla. Pero Hassan ya se ha convertido en figura
mítica del barrio, pues yo he llegado a verlo pintado en cuadros que algún
artista ha hecho de la rambla, con su silla de ruedas o su maleta, sus dos
cervezas centinelas y su borrachera perpetua.
Hassan, al igual que las palmeras, los paquistaníes
vendiendo cerveza a un euro de madrugada, el gato de Botero donde los turistas
se hacen fotos o las putas. Hassan se ha convertido en
parte de la historia especial del barrio.